La farsa de las publicaciones universitarias por Pablo Arango
Ilustración: Diego Patiño
Texto vía: Revista El Malpensante
Un montón de papeles arrumados,
mal escritos, que no aportan nada nuevo y que nadie lee es la síntesis de la
producción académica colombiana en los últimos años. ¿Qué hay detrás de este
exceso de nada? Un catedrático y editor universitario escarba entre montañas de
pies de página y encuentra unas cuantas verdades.
Según Colciencias, solo en el área de “ciencias humanas” hay actualmente
96 revistas especializadas en Colombia (en esas ciencias incluyen, por motivos
bastante misteriosos para mí, la teología). Se supone que estas publicaciones
tienen como fin principal mostrar las ideas y descubrimientos de los
investigadores, eruditos, críticos y demás miembros de una comunidad académica.
Se espera, por lo tanto, que contribuyan al avance de las disciplinas mediante
la discusión abierta de cualquier tópico que se presente. También se supone que
cualquier neófito o diletante con curiosidad encuentre en ellas iluminaciones
sobre los fenómenos estudiados, pues tratándose de ciencias humanas, puede
esperarse que sus materias sean más o menos de comercio cotidiano para todos.
Sin embargo, lo anterior solo son pajaritos en el aire. Porque lo que uno
encuentra cuando consulta esas revistas es una serie de escritos contrahechos,
triviales, autocomplacientes y, desde luego, casi ninguna discusión o crítica
genuinas.
Quizá esto explique por qué la mayoría de estas revistas especializadas tiene tan pocos lectores –si es que los tienen.
Quizá esto explique por qué la mayoría de estas revistas especializadas tiene tan pocos lectores –si es que los tienen.
Con los libros ocurre algo similar: es muy difícil, por lo menos para
mí, establecer cuántos títulos publican anualmente las universidades y los
profesores universitarios, pero hay claros indicios de que son demasiados. Como
en el caso de las revistas, la circulación de estos títulos es muy reducida, y
no precisamente por la especialización, sino más bien por un fenómeno similar
al de las publicaciones periódicas: los autores no escriben para ser leídos,
sino para engrosar su currículo y aumentar su sueldo. El público lector, por su
parte, tampoco se interesa por los títulos de las editoriales universitarias.
Hace un tiempo, unos amigos decidieron vender libros universitarios, pues
creían, con redomada buena fe, que allí debían existir obras de primerísima
calidad.
Escogieron cerca de 600 títulos atendiendo a lo que podía considerarse de interés para el público general. Después de un año de bregar con toda suerte de promociones, pautas y presencia en ferias del libro, consiguieron vender la exorbitante cifra de 18 ejemplares. ¿Por qué ocurre esto? ¿Por qué la gente mira con tanta suspicacia cualquier impreso universitario? ¿Qué puede explicar la existencia, en el mundo académico, de tantos escritores y tan pocos lectores? Por increíble que parezca, las respuestas a estas preguntas dependen de dos leyes.
Escogieron cerca de 600 títulos atendiendo a lo que podía considerarse de interés para el público general. Después de un año de bregar con toda suerte de promociones, pautas y presencia en ferias del libro, consiguieron vender la exorbitante cifra de 18 ejemplares. ¿Por qué ocurre esto? ¿Por qué la gente mira con tanta suspicacia cualquier impreso universitario? ¿Qué puede explicar la existencia, en el mundo académico, de tantos escritores y tan pocos lectores? Por increíble que parezca, las respuestas a estas preguntas dependen de dos leyes.
El Decreto 1444
En 1992 el gobierno colombiano expidió un decreto que
establecía, entre otras cosas, una serie de estímulos para los profesores de
las universidades públicas. La intención de la norma era persuadir a los
docentes para que, además de dar clase, hicieran contribuciones al
conocimiento, asumiendo ingenuamente que tales aportes no se habían dado por
falta de instigación.
El decreto decía que a los profesores que publicaran “trabajos, ensayos
y artículos de carácter científico, técnico, artístico, humanístico o
pedagógico [...] libros de investigación, libros de texto [...] y materiales
impresos a nivel universitario” se les subiría el sueldo en distintas
proporciones. El decreto asignaba puntajes del siguiente modo:
Por trabajos [...] publicados en revistas especializadas del exterior de
nivel internacional [...] hasta ocho puntos por cada trabajo [o], publicados en
revistas nacionales especializadas de circulación nacional, hasta cinco puntos
por cada trabajo [...] Por libros que resulten de una labor de investigación
[...] hasta veinte puntos por cada uno [...] Por libros de texto, hasta doce puntos
cada uno. Por publicaciones impresas a nivel universitario de carácter
divulgativo o de sistematización del conocimiento [...] hasta cinco puntos por
cada una.
La manera de otorgarle definitivamente los puntos a un profesor
consistía en mandar el “trabajo” para que fuera evaluado por un “par académico”
–esto es, otro profesor– quien lo calificaba, con base en lo cual los comités
constituidos en las universidades para la definición del aumento de sueldo
tomaban la decisión final. Así, para expresarlo en valores actuales, si un
profesor publicaba un libro y el comité y los pares académicos lo avalaban, se
le subía el sueldo mensualmente en $182.600, equivalentes a 20 puntos
(un aumento que tiene efectos en las pensiones, cesantías, primas y demás
arandelas, lo cual equivale a una suma mayor).
Naturalmente, la avalancha de contribuciones cayó como un tsunami de
papel y tinta. Mucha gente a la que nunca en su vida se le había ocurrido poner
por escrito lo que se le pasaba por la cabeza, comenzó a publicar y a publicar.
No solo se produjeron toneladas de publicaciones en medios tradicionales
(libros y revistas), sino que gracias a la infeliz expresión “materiales
impresos a nivel universitario” se reclamaron aumentos salariales por la más
variada cantidad de majaderías que un nacido de mujer haya visto u oído. A un
colega, por ejemplo, le pidieron que le asignara puntos a un profesor por haber
¡redactado el acta de una reunión!
Con semejante incentivo para publicar, no es de extrañar lo que pasó:
cundieron las autoediciones, las editoriales que publicaban a un reducido grupo
de autores o incluso a uno solo, las revistas y, desde luego, los escritores.
Pasó que áreas en las que anteriormente se publicaba poco, como la educación
física, adquirieron una fertilidad insólita (libros sobre epistemología del
movimiento, o sobre epistemología de la educación física, o “materiales
impresos a nivel universitario” que no eran más que notas de preparación de
clase). Pasó que el evaluador de un trabajo era después evaluado por el autor
de ese trabajo, creándose así un círculo de jueces mutuos. Pasó que gente que
nunca antes había tenido contacto ni interés por la investigación publicaba
artículos sobre “metodología de la investigación” o “reflexiones sobre la
naturaleza de la investigación”.
Pasó lo que tenía que pasar: los profesores de las áreas más propensas a la charlatanería aumentaron sus salarios muy por encima de otros que trabajaban en disciplinas donde resulta más difícil hacer pasar moneda falsa (una queja común de los profesores de ciencias naturales o de matemáticas era que para ellos era más duro publicar un artículo, mientras un poeta o un pedagogo podían publicar varios libros al año).
Pasó lo que tenía que pasar: los profesores de las áreas más propensas a la charlatanería aumentaron sus salarios muy por encima de otros que trabajaban en disciplinas donde resulta más difícil hacer pasar moneda falsa (una queja común de los profesores de ciencias naturales o de matemáticas era que para ellos era más duro publicar un artículo, mientras un poeta o un pedagogo podían publicar varios libros al año).
Algunos duplicaban su salario en apenas un lustro. También se
conformaron carruseles, como en política: un profesor ponía como coautor
intelectual de un artículo a un colega, y éste le retribuía a su vez poniéndolo
como coautor de los propios, de tal modo que ambos recibían el premio. La
tentación de aumentar el sueldo mediante publicaciones era tan grande que
algunos no aguantaron: hubo plagios descarados e impunes. Aún hoy, trabajan en
la Universidad de Caldas profesores que fueron denunciados por plagiar un
libro entero, lo cual no les ha impedido ser decanos y tener registrados en
Colciencias dos grupos de investigación clasificados por esta institución en
las más altas categorías de calidad.
Durante el gobierno de Andrés Pastrana esta zona de distensión se
terminó, o eso creyeron muchos. En 2002 el presidente expidió un
nuevo decreto, el 1279, que derogó l’Ancien Régime de
estímulos que he venido comentando, e instauró uno nuevo.
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